Prólogo al libro “Ser Otro” de Ricardo Palma Salamanca
Nunca como en nuestros tiempos ha sido tan difícil e improbable lograr una condición permanente de ausencia, de intrazabilidad. Para estos fines, cortar todo vínculo con el entorno, los personajes y el tiempo que nos ha tocado vivir, es una medida básica sine qua non, como también lo es la adopción de una nueva identidad y la construcción de un personaje plausible que reemplace a aquel que fuimos. Pero las huellas que dejamos de nuestra presencia en el mundo, por más tenues o involuntarias que sean, se han vuelto de más en más detectables. No se trata ya solamente del rastro digital directo, del que tanto se habla. Más allá de los sitios en Internet que se visiten, de las consultas que se hagan en la web, o del uso de dispositivos electrónicos, hay vestigios de nuestro desplazamiento y presencia que radican en aquello que somos y de lo que es prácticamente imposible desprenderse. El modo en que hablamos; los gestos; la cadencia de nuestros pasos y la inclinación de los hombros; las palabras y expresiones que soltamos sin querer en momentos de dolor, angustia o felicidad; nuestras aficiones más enraizadas. También el modo en que vemos, registramos y atesoramos aquello que nos sale al paso en nuestro deambular, es materia constitutiva de nuestra esencia.
Así, el arte de desaparecer consiste en la mutación absoluta, en verdaderamente ser otro. Un otro vulnerable y expuesto, sin embargo, es aquel que sigue habitando lo que denominamos “el mundo real”. Para desaparecer sin dejar rastro debe alcanzarse la transformación de la matrix de sensaciones y percepciones impresas en nuestro subconsciente. Aquel “mundo real” que, convertido en objeto indiscutible y aparentemente inmutable, puede transformarse únicamente al darnos cuenta de que su existencia se debe a la impronta que dejan los demás sobre nosotros y nosotros sobre ellos. La imagen y certeza de realidad, de lo que las cosas son y que no pueden ser de otro modo, es una ficción compartida; es la suma de miradas e interpretaciones de lo que es real para la comunidad a la que pertenecemos. Eyectarse de dicha comunidad, con el propósito de desaparecer, nos brinda la posibilidad de reformular la realidad del mundo, de sus leyes inmutables, de su apariencia, de la explicación de sus colores, sonidos, sabores.
Disolverse en el espacio, el tiempo y el contexto requeriría, entonces, aprender que, en lo que nos rodea, hay más que lo que reconocemos. La presencia de un agave en el desierto, de una torre de alta tensión recortada contra el horizonte, de un muro, es tanto aquello que vemos, como lo que han visto los demás y lo que vemos que ellos vieron. Es real en tanto seguirá ahí cuando le hayamos dado la espalda, pero lo era también antes que posáramos nuestra vista en él. Lo que se ha modificado es el yo, el otro.
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La existencia propia de aquello que intentamos fijar en nuestra certeza de lo que es y no puede ser de otro modo, excluye las infinitas capas que lo constituyen. El sentido común -común en cuanto a percepción comunitaria- es una construcción compartida en que un árbol es un árbol en su individualidad, pues así lo vemos y lo convenimos todos quienes constituimos ese mundo real en el que nos insertamos. Aquello que llamamos intuición, o imaginación, nos permite distanciarnos del resto, pues la intuición y la imaginación son el modo de proyectarnos más allá de lo establecido y de acceder a las capas más profundas de lo que puede ser, de aquello que se oculta y es imperceptible para los sentidos restringidos por nuestra pertenencia a un colectivo.
Ver lo no visible, lo no nombrado, es un ejercicio tan complejo como vital para el arte de desaparecer y, así, alcanzar la condición intrazable de ser otro. Una etapa superior en la práctica de este arte es captar estas complejas capas subyacentes, fijarlas y plasmarlas en imágenes.
Es en este proceso de desaprendizaje donde la visión periférica juega un papel imprescindible. La certeza compartida de que eso que vemos es real del mismo modo para todos, es un reflejo de aquello en lo que hacemos foco, es el encuadre de la imagen por plasmar en el soporte que elijamos. En la narrativa visual, el “protagonista” de la composición, sea que esté en primer, segundo o tercer plano, se encuentra en el ángulo definido por el abanico de lo real: de 90° a 95° a la derecha y a la izquierda del eje central de nuestra mirada. Todo lo que se encuentre más allá, fuera de este rango, es lo que “se ve por el rabillo del ojo”. Ciertamente nada definido, concreto, medible, identificable. Es una expresión que se refiere a una percepción vaga, súbita, indefinida, muchas veces inquietante. Lo que vemos por el rabillo del ojo es lo que nos alerta o nos llama. Una intuición.
La intrazabilidad, el clandestinaje, el instinto de supervivencia del otro, ejercita esta visión periférica, pues el riesgo y la amenaza habitan fuera del abanico de una realidad convenida en nuestra comunidad de origen. El ejercicio obligado y permanente de ver por el rabillo del ojo otorga nuevos significados a lo perceptible. Permite atisbar las capas profundas de cada protagonista en nuestro entorno y redefinir la paleta, el contraste, el encuadre y la composición de este nuevo universo en que habita el que ya no es lo que fuera.
“La captura de lo que suponemos real lleva implícito un acto de agresión, un asalto, una emboscada que despoja a la verdad de un instante que creíamos inaprensible (el pasado como ilusión) con las manos y el intelecto. ¿La memoria? Ese pequeño e ínfimo microsegundo que se desvanece en el horizonte de billones de espectros y microsituaciones al interior de nuestro cerebro y nuestro entorno próximo y a la vez lejano”, señala Ricardo Palma, constatando la inconsistencia de una realidad construida.
Veintidós años de experiencia fugitiva es tiempo suficiente para una mutación profunda. ¿Una transformación reversible? Probablemente no. Y así, cuando la clandestinidad se ve abortada de modo súbito e inesperado, ¿qué se hace con ese otro? ¿De qué modo se recupera la identidad y la mirada del que fuimos? Sin dudas que es un desgarro. ¿Regresan a escena los protagonistas convenidos? ¿Se atrofia aquella capacidad descubierta de mirar por el rabillo del ojo y se estanca la preeminencia de la vista periférica?
En este libro, en el capítulo correspondiente a París, retornan al encuadre los personajes humanos que habían estado invisibles en el desierto mexicano, en las líneas de alta tensión y en las propias estructuras artificiales erigidas contra los cielos de una de las ciudades más pobladas del mundo y que, desde la ausencia del fotógrafo, se nos aparece vacía, quizás postapocalíptica. La impresión que queda, en la mayor parte de las tomas parisinas, es que corresponden a una etapa de transición que permanecerá, afortunadamente, inconclusa.
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Ricardo Palma Salamanca encarna lo que Hermann Hesse, en El Lobo Estepario, identifica como la existencia de múltiples “yos” en la constitución de cada individuo, de cada mente, de cada personalidad. Las distintas circunstancias, las decisiones que tomamos durante el periplo que llamamos vida, obligan a la expresión de aquella multiplicidad, desnudan la falacia del orden único y permanente, llevándonos a la construcción de diversos “otros” como un mecanismo de supervivencia. Como señala Ricardo Palma, no es este un acto de disociación, pues se trata, precisamente, de un abanico de presencias. Lo hecho y lo no hecho, los errores y los aciertos, las angustias y las alegrías, son constitutivas de la variedad que somos.
La rigidez con que suele definirse a un personaje, como sucede con el autor de este libro, ya sea por condicionantes culturales, o por una maniquea construcción histórica e ideológica, reduce y confina al sujeto a una única dimensión humana. Desde este punto de vista, Palma no podría ser más que el exmilitante del Frente Patriótico Manuel Rodríguez condenado por la justicia chilena a doble cadena perpetua por su participación en el atentado con resultado de muerte contra Jaime Guzmán y por el secuestro de Cristián Edwards, ambos ocurridos en 1991, y a una pena adicional de 15 años por la muerte del coronel Luis Fontaine. Podría sumársele a esta dimensión que también fue uno de los protagonistas de la fuga aérea desde la Cárcel de Alta Seguridad de Santiago, luego de cinco años de encierro y que, a partir de entonces, se convirtió en uno de los fugitivos más buscados en la historia chilena. Y agregaríamos que, luego de 22 años de fuga permanente, tras ser detectado por la policía mexicana en la ciudad de San Miguel de Allende, perdiendo de este modo la cobertura tan meticulosamente labrada, expuesto a la orden de captura internacional tras la detención de uno de sus compañeros de ruta, producto de un crimen en el que no hubo ni hay indicio ni señal alguna que implique a Palma en su ejecución, debió reemprender la huida y concluir apareciéndose en la ciudad de París, donde finalmente le fue otorgado el asilo político.
Todo lo anterior constituye una dimensión que excluye su formación como intérprete en Guitarra Clásica, sus estudios de Fotografía y Comunicación Audiovisual, su desempeño de años como reportero gráfico para agencias periodísticas internacionales, su autoría de documentales, la publicación de sus libros de narrativa, su actual condición de docente de Fotografía en Francia, además de su trabajo cotidiano como obrero de la construcción en París.
“La memoria es el acto simbólico y ritual de mirar hacia atrás para intentar descubrir quiénes fuimos, para no olvidarnos de nosotros mismos. Cuando se quebranta la unicidad de la identidad que subyace en el continuo lineal que nos enseñó la rígida educación a la que fuimos sometidos desde pequeños”, reflexiona Ricardo Palma en este libro, “nos sumimos en un proceso de esquizofrenia identitaria, nos convertimos en otros, aunque no dejemos de ser lo que fuimos en un pasado cercano, aunque no nos identifiquemos con ese ayer que ocultamos por razones de vida o muerte”.
Ricardo Palma pertenece a una generación que, en las peores de las circunstancias, en el peor de los escenarios, hizo cuanto pudo por despejar la turbia atmósfera de miedo e impotencia que se cernía sobre un pueblo entero. Una generación que creyó que el terror no era imbatible. Aquella fue una batalla de infinitos empeños, protagonizada por miles y miles de rostros, expresada de modos tan diversos como creativos, tan colmados de vida como ennegrecidos de muerte.
Para algunas y algunos de la época, una decisión tomada en cosa de segundos, un sencillo “sí, me sumo”, significó el radical golpe de timón que habría de proyectar sus existencias y sus muertes hacia futuros inciertos. Y no nos referimos sólo a sus propios destinos, sino también a los de quienes pagaron con sus vidas la pertenencia al bando contrario. Algunos futuros fueron tan breves como el estruendo de un tiro; otros, tan infinitamente largos y asfixiantes como los que transcurren en el encierro carcelario; y también están aquellos que se miden no con un reloj ni con un calendario, sino mediante la distancia a la que va quedando el punto de partida, mientras, paso a paso, se avanza de espaldas hacia el misterioso final de un camino determinado por ese “sí, me sumo”.
Aquel sendero traspuso, como si se tratara de fronteras invisibles o inexistentes, momentos de la historia que modificaron el escenario por el que transitaba el caminante y los suyos, sin que por ello su paso se alterara; como si no se dieran por enterados; como si no quisieran ver lo evidente; como si el ir quedando cada vez más solos y cada vez más huérfanos no tuviera importancia; como si aquella soledad fuera prueba de razón, y no una alerta acerca de la proximidad del vacío.
La sangre derramada sobre esa ruta, la propia y la del enemigo, durante aquella guerra declarada unilateralmente por la dictadura, y cuyo guante recogiera el FPMR, siguió vertiéndose luego del armisticio pactado y firmado entre Augusto Pinochet y la Concertación de Partidos por la Democracia. La inercia del combate y el afán justiciero ante la inminente absolución de los integrantes de los servicios de inteligencia y sus mandos, además de los responsables civiles del terrorismo de Estado, sentenció a muerte a agentes y a coroneles, a ideólogos y a generales. Sentencias que no contaron con más proceso que el de la historia reciente y que trajeron consigo consecuencias nefastas, en lo político y en lo humano, incluso para sus propios ejecutores.
“Creímos representar, desde nuestro inocente mesianismo, la voluntad de todos. Pero la historia me puso en mi lugar. Al final debí aceptar que la guerra que libramos era un camino individual, de liberación personal, que, de alguna forma, fue marcando una existencia que me alejaba de las normatividades tradicionales, de las valoraciones y sistemas éticos y estéticos, y que era un camino sin retorno, hasta llegar a ser extranjero en mi propio planeta”.
Ricardo Palma Salamanca
El interés de este libro radica, precisamente, en abrir una ventana, o, más bien, abrir el obturador para permitir que la luz propia de este “otro”, que también es Ricardo Palma Salamanca, se imprima sobre el celuloide de una historia desconocida, pues, como señala el autor, “practiqué durante 22 años lo que se podría denominar fotografía clandestina, pero de otro tipo de clandestinidad, no sólo por la condición de forajido, sino también por una elección compositiva inconsciente en la que prescindí de personajes humanos, sacándolos de cuadro. Construir un registro fotográfico sin relación alguna con lo otro vivo que tuviera la capacidad de razonar, de reconocerme. Aquella fue una forma de seguir en la eterna fuga, conversando sólo con los suelos y los cielos en sus diferentes estratos, buscando acceder a los dominios de mí mismo. El silencio era lo que yo fotografiaba”.