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Introducción “RATI, Agente de la oficina”

Es la tarde del día 8 de noviembre de 1999.  

Mientras conduce de regreso a su casa en Paine, donde lo espera su esposa embarazada de ocho meses, va mascullando entre dientes. Le habían dicho que la pega estaba asegurada; que con su experiencia de más de una década en la Policía de Investigaciones de Chile, y con su hoja de vida institucional llena de premios y condecoraciones -aunque hubiese sido dado de baja hacía ya cinco años-, nadie estaba mejor capacitado que él para ese puesto en el equipo de seguridad del mall Alto Las Condes. Se lo habían garantizado, y eso le dijo a su mujer antes de salir a la reunión en el centro comercial, que sería un mero trámite. “¿Ves?”, le sonrió esa mañana, “te dije que iba a encontrar trabajo altiro”.  

Hacía sólo dos días, el abogado Luis Hermosilla lo había despedido de sus funciones de vigilante y empleado de confianza, luego de una fuerte discusión. 

Y ahora, ¿cómo le va a explicar a su pareja que no trabajará en el centro comercial? No puede decirle que el jefe de los guardias, un militar en retiro, lo mandó a la cresta y le dijo que no contrataba traidores. Eso es lo que más le duele, que lo traten de traidor. Más incluso que el fantasma de la cesantía justo cuando va a nacer su hijo. Jesús Silva San Martín, el Leyenda, está convencido que no es un Judas, y que si ha debido recurrir al engaño o a la simulación ha sido para cumplir sus funciones como policía encubierto. O para denunciar las malas prácticas de sus colegas. O para ser el mejor de los agentes de inteligencia antisubversiva. O para negarse a declarar falsedades ante la Justicia, defraudando a sus múltiples patrones y poderosos políticos de turbias maquinaciones. Pero traidor, jamás. 

A pesar de las elucubraciones que lo consumen, conduce con cuidado por el sinuoso camino alternativo que tan bien conoce. Padre Hurtado, Los Morros, y en un entronque secundario a Alto Jahuel, su ojo entrenado detecta por primera vez el taxi marca Monza con cuatro tipos en su interior y sin patente, detenido a la vera de la ruta. Se dispara la alarma interior. “Rara la weá”, se dice. Es el instinto policial que lo ha mantenido con vida incluso en las más letales operaciones. Dobla en el cruce hacia Buin, desviándose del recorrido habitual. Avanza un par de kilómetros, luego gira en U intempestivamente. A poco andar se cruza de frente con el Monza. Por el espejo retrovisor lo ve perderse a la distancia. “Ya, a lo mejor me perseguí solo”, reflexiona. 

Retoma la ruta original y pronto llega al sector de las curvas cortas en las cercanías de Paine. Reduce la velocidad hasta los treinta kilómetros por hora, como indican las señales de tránsito. Por el espejo lateral ve acercarse una moto. Viene demasiado rápido. Van dos tipos a bordo que voltean a verlo en el momento de pasarlo. Alza la vista hacia el retrovisor. Ahí viene el taxi. Calcula: lo van a alcanzar al final de la última curva, justo antes de la larga recta. Ya no le caben dudas que se trata de una encerrona. Como siempre, el temor se disuelve rápidamente, convirtiéndose en un estado de alerta absoluta. Se inclina y busca bajo el asiento. Agarra su Beretta 9 milímetros y la pone sobre su muslo izquierdo; vuelve a buscar y ahora saca su Magnum 357, que deposita sobre el muslo derecho. 

Cuando el Monza está a escasos metros de distancia y se apronta a rebasarlo, lanza una última mirada por el retrovisor. El taxi no lleva patente; el copiloto y el pasajero del asiento trasero a la derecha han abierto sus ventanillas. Jesús presiona el manubrio entre sus rodillas para mantener el rumbo y, ya con las manos libres, corta cartucho en la pistola y empuña ambas armas. Un par de segundos más tarde, el Monza acelera fuertemente y se ubica al costado izquierdo del vehículo del exdetective, ocupando la pista de contramano. Desde el interior del taxi, los sujetos abren fuego a mansalva, impactando las ventanillas y carrocería. En un acto aprendido a fuerza de experiencia, Jesús pisa a fondo el freno y se lanza hacia un costado. Su auto derrapa y se sale de la ruta, saltando por encima del arcén y deteniéndose a centímetros de una profunda acequia.  

Silva abre la puerta del copiloto y se precipita al exterior rodando hacia la zanja donde se parapeta con el agua hasta la cintura. Más allá, el taxi se detiene con una frenada escandalosa y de su interior descienden tres de los ocupantes armados. Jesús sabe a la perfección lo que está por suceder, no es la primera vez que se encuentra en ese trance en su vida: la única forma de salir vivo radica en su ímpetu y en su poder de fuego. Tiene 15 tiros en la Beretta y seis disponibles en el revólver Magnum. Veintitrés posibilidades para sobrevivir. “Más que suficiente”, se dice, mientras comienza a apretar los gatillos. 

Las balas pican frenéticamente sobre la tierra a su lado y él responde con ritmo constante y pausado. Su calma contrasta con el evidente nerviosismo de sus atacantes que, sorprendidos, comienzan a retroceder hacia el taxi. A la distancia, la moto viene acercándose. Las fuerzas están desequilibradas. Un, dos, un, dos. La última bala de la nuez del revólver impacta de lleno en el Monza. El chofer del taxi grita algo incomprensible y los agresores emprenden una caótica carrera hasta el vehículo. Más allá, la moto gira sobre su eje. Tres segundos más tarde, los frustrados asesinos han desaparecido.  

Sale de la acequia chorreando agua y trepa a su auto. Lanza ambas armas sobre el asiento del acompañante y enciende el vehículo. Acelera a fondo dando un bandazo con el volante hacia la izquierda. Quemando forros, escapa en dirección contraria a los que le han emboscado. La sangre le palpita con fuerza en las sienes y el miedo que no sintió hace instantes ahora le atenaza el pecho. Su mujer. Tiene que ir por su mujer. 

Cuatro o cinco kilómetros más adelante se encuentra de frente con dos patrulleras de Carabineros. ¿Un control policial? Hace cinco minutos no estaban ahí. Le dan el alto y Jesús sospecha lo peor, pero sabe que en la Beretta le quedan pocos tiros. Se detiene y abre la puerta. Desciende con los brazos en alto y ve a un joven suboficial acercándosele. Lo conoce bien, es Tapia, una persona recta y amable. “¡Silvita!”, exclama Tapia, “¡¿Qué weá te pasó?!”. 

– Me atacaron, weón… -contesta Jesús- ¡Si se apuran los pillamos… Es un taxi Monza sin patente y una moto! 

– ¡Espera, Silva! –Lo detiene el carabinero. 

– Ni cagando… ¿¡Y si van por mi señora!? 

– No te preocupes… voy a dar el aviso para que la lleven a la comisaría… 

Jesús está a la defensiva, lanza una mirada cargada de sospechas al policía que se encoge de hombros.  

– No me preguntís, Silvita, no tengo idea de nada. A nosotros sólo nos dieron el aviso que había que venir para acá.  

El exdetective se sienta sobre el asiento del conductor sin cerrar la puerta.  

– ¿Andai cargado? -le pregunta Tapia.  

Jesús se limita a señalar hacia el puesto de copiloto con la barbilla. El carabinero da la vuelta por el frente del vehículo y abre la puerta del otro lado. Recoge ambas armas.  

– Silvita, tú erís hijo de paco, igual que yo… Te defendiste. Yo te las guardo y te las paso a dejar mañana. Piola. 

Esa noche lo llamaron por teléfono a su casa desde la Brigada de Inteligencia Policial de Investigaciones, la BIP. “Supongo que sabe quiénes fueron los que lo acorralaron”, le dijo el comisario. “No, no lo sé”, contestó Jesús, “dígamelo usted”.  

– Es la gente del Frente Manuel Rodríguez que lo andan buscando. 

Luego de colgar el teléfono, Jesús sonrió, estirándose sobre el sillón. “Tiras sacos de wea”, dijo en voz baja, hablando para sí mismo. Para él, el asunto estaba medianamente claro. Si hubiera sido el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, lo habrían matado. Lo mismo si acaso hubiese sido el Movimiento Juvenil Lautaro o la gente de la DINE. “Fueron policías… tiras…”, concluyó.  

Han pasado veinte años desde aquella tarde en que Jesús Silva repelió a tiros a sus atacantes. Es nuestro primer encuentro y nuestra primera entrevista con el exdetective. Estamos en el patio de comidas de un centro comercial en las afueras de Santiago. Los teléfonos celulares han quedado en los autos. Vamos rompiendo el hielo poco a poco. Él, tasándonos. Nosotros, intentando desentrañar al personaje. 

¿Por qué esa certeza de que habían sido policías y no miembros del Frente o del Lautaro? 

“Bueno, en primer lugar porque a esas alturas estaban desarticulados, pero sobre todo por la forma de actuar, porque no fueron capaces de enfrentarme”.  

Pero, ¿cómo explicas eso? ¿Una orden oficial de la Policía de Investigaciones de Chile para asesinar de ese modo a un exdetective? 

“Estoy seguro, los conozco. Además, el Frente nunca me trató de matar. Eso lo tengo claro porque tuve nexos con ellos. Traspasé información, y ellos también me pasaron información. Con el Lautaro también. Yo estoy claro y ando tranquilo por la vida en ese sentido. Así que los que podrían tratar de matarme son los que eran de La Oficina, o de Investigaciones. No tengo ningún empacho en decirlo. No sé si la PDI actual, porque pienso que los gallos de ahora son diferentes, pero los que tienen yayas de atrás, esos sí. Hay algunos del Alto Mando que estaban antes y que todavía están. Miren, y si no fueron los de La Oficina, entonces deben haber sido los muchachos que tenía Barraza. No es casualidad que esto pasara justo dos días después que me agarrara con don Luis Hermosilla”. 

¿Crees que tuvo algo que ver? 

“Ellos sabían que yo tarde o temprano iba a declarar, a contarlo todo. Me demoré muchos años, pero sabían que yo iba a hablar. Y ahora es cuando”. 

Debe ser duro vivir la vida así, esperando que algo pueda pasar si acaso se te ocurre contar lo que sabes… 

“Claro que sí. Me pueden involucrar en cualquier cosa. Ahora, ¿qué hago yo para tratar de evitar eso? Trabajo de sol a sombra y me voy del trabajo a mi casa. No tengo ninguna otra forma de vida. Y eso tiene consecuencias porque, imagínate vivir toda la vida así, compartimentado, tratando siempre de andar mirando que no me vaya a pasar algo. Cada vez que me subo al auto reviso por si no me habrán metido alguna cosa, reviso la maleta, todo”. 

Jesús, en este rato que hemos conversado, te has referido a los policías de Investigaciones de modo indistinto como tiras o como ratis… ¿Cuál es la diferencia? 

“Esa es una jerga propia de nosotros. Los tiras son policías de escritorio, muchas veces corruptos, oportunistas, que no salen a enfrentar cara a cara a los criminales. Los ratis son policías de calle, operativos, que investigan de verdad, que tienen sus redes de informantes, que conocen a todo el mundo y saben moverse. Lo que yo les voy a contar ahora es la historia desclasificada de un policía de calle. Esta es la historia de un rati”. 

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